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La magia de lo verosímil

Luis Ignacio Sáinz

“...al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias

en silencio...[...] —No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos

tiene el mundo [1]: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos” [2].

 

Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) [3].

 

Ignoro si sea cervantina a su pesar o gozosa de ser arropada por el manto del delirio, el hecho es que en las constelaciones de Mónica Álvarez Herrasti la realidad se nutre de una fantasía crítica, no del vuelo animado de hadas y las molestias propiciadas por trasgos, tampoco de la irrupción inesperada de nahuales (en náhuatl: nahualli: oculto, escondido, disfraz) y chuleles (en maya: chul, espíritu, divino), ese teriomorfismo (del griego arcaico therion, θηρίον, que significa “animal salvaje” y morfo, μορφὴ, “forma”) tan caro a los antiguos: la habilidad para combinar rasgos zoológicos con características humanas. Caprichos de la voluntad para camuflarse que nos son ajenos. Cercanas y distantes, las bestias que ocupan su imaginario no parecieran peligrosas, incluidos esos mal llamados seres racionales, y sin embargo...

Podría ser devota de las espirales sinfín, hipnótica observadora de las cintas de Möbius -esa banda sin borde de una cara solitaria fatigada por M.C.Escher y Jean Giraud que incluso se motejaba con esa voz como pseudónimo-, objetos no orientables, por lo que se explicaría esa especie de fijación en los nudos, de changos, de iguanas, y hasta en promiscua convivencia en una tina de acero galvanizado donde, indiferenciados se tuercen, van y vienen confundiendo su alfa/principio y su omega/final [4]. Así las cosas, estos grafitos, en ocasiones intervenidos con tintas, son “lúcidos intervalos” en la mirada curiosa y la mente escrutadora de quien los crea. Pintura que es dibujo que está a un tris de generar animaciones en cadena: de notable perfección, armonía y belleza. Y como hay un desafío a una percepción normalizada, se nos permite atisbar en los terrenos de lo posible, sin sucumbir a la ciencia ficción. Las tentaciones de lo artificial y lo construido son incapaces de desplazar las posibilidades mismas que ofrece lo real en su diversidad, ser diferentes, y pluralidad, ser multitud.             

 

De pronto, en una suerte de instante, atraviesa nuestro campo de visión una representación del tiempo, asociada a la vejez y a ese aprender gradual a dejar de estar, existir poco a poco menos dándose cuenta. ¡Qué putada! Ni hablar, gajes de la conciencia. Y el desfile de iconicidades abre ruta con una articulación rara: mariposas dispuestas a los costados como si fuesen orejeras contra el frio. El rostro que ha perdido humectación y flexibilidad manifiesta una metamorfosis completa en su estilo como la que padecen los lepidópteros: huevo, larva, pupa y adulto. Lo grisáceo dominante del cuerpo del volátil se interrumpe con una iridiscencia rojiza controlada que, tímidamente, se protege de sus predadores en el estampado de sus alas, donde el patrón se contrajo ahorrándose los ocelos, esos ojos enormes que disuaden a los pájaros de tomarlos presa, que forman parte de una estrategia más abarcante de supervivencia: camuflaje, color aposemático, patrones miméticos.

 

Fósil viviente, el celacanto se rehusó a desaparecer y extinguirse junto con el resto de los dinosaurios hace 65 millones de años, en los estertores del cretácico. Allí está, oculto a simple vista, a alrededor de 700 metros de profundidad, con sus dos metros de longitud y sus 90 kg de peso, con una expectativa de vida de 70 años (Islas Comores, África, 1938; mar de Sulawesi, con sus abundantes arrecifes y atolones, Indonesia, 1998). Para subrayar su linaje antiquísimo la artista le esgrafió o impostó una especie de petroglifos o pinturas rupestres (monitos en gis); siendo sustituidos los muros cavernarios por sus escamas megaresistentes.  

De repente un gallo negro aparece en escena flanqueado en uno de sus extremos con seis “milagritos” sin que se sepa a ciencia cierta si son de hojalata, aluminio, plata o zamak (aleación de zinc, aluminio, magnesio y cobre): un brazo exento, un devoto reclinado, un Sagrado Corazón de Jesús, un dije en figura femenina, una casa colgante y una pierna extirpada. Pedacería corporal y simbólica, que sirve como ofrenda de agradecimiento por favores recibidos y como petición de algún don o gracia en específico.  El cantor mañanero voltea hacia el pasado, como si evocara un episodio ya acontecido, ignorante y ajeno a esos talismanes o amuletos. Y a propósito de buena suerte allí está muy sentada sobre sus patas traseras la liebre, de un color azul entre aqua, eléctrico y turquesa, de hábitos nocturnos y crepusculares, que porta un cordel/collar de mascota como si alguien lo llevase a pasear, quien -paradoja de paradojas- posee una estatura insignificante, siendo mujer con vestido camisero de algodón estampado de manga larga y con la cabeza cubierta, como si se tratase de uno de los personajes cancelados, anónimos incluso entre sí, tan del gusto de René Magritte (Los amantes, 1928; Museo de Arte Moderno de Nueva York).

 

Nudo de iguanas exhibe un cónclave de lagartos que al pasar acostumbrado del tiempo pueden alcanzar en su madurez hasta un par de metros de longitud, siendo pacíficos por naturaleza, pero más dañinos para los cultivos agrícolas que topos y lepóridos por ser omnívoros insaciables. De reproducción ovípara y en gestaciones de 59 a 84 días para los 10 a 30 huevos que ponen por tanda. Y allí están ensimismadas, acomodadas en disposición elíptica, cual si ocupasen literas y tatamis sin orden ni concierto: conviven melifluas, carentes de propósito inmediato salvo la molicie y el estar como se dice “a pierna suelta”. Tan hechas están a la vecindad que forman, en ausencia, el molde que alguna vez las contuvo. Imposible desguanzarse más, en verdad están descansando de no sé qué agotadora actividad. Tal vez trasladarse rítmicamente, bamboleándose, de un frutal a otro, mordisqueando una fila de hierbajos... como termitas o polillas gigantescas. Nada que ver con el apetito y ese freno llamado saciedad, glotonas compulsivas. Habitan en manglares, son huéspedes de acahuales, moran en selvas y fijan domicilio hasta en pastizales.

 

Mónica Álvarez Herrasti recurre al color en calidad de marcador, de algo que funciona a modo de énfasis o acento; puesto que la veracidad del dibujo se impone por sí sola. Se sienten las texturas, se perciben los volúmenes, nos incomodan los rastreos que hacen sus entes y sus creaturas de nosotros sus espectadores; incluso, al distraerse uno un segundo, comienza uno a olerlos, a sospechar sus humores vitales. Lejos del hiperrealismo, la artista nos integra en atmósferas a ratos angustiantes, en momentos lúdicas, rara vez de contrabando, voyeurs de escenas incomprensibles. Nadie duda del halo de fantasía, del capelo de imaginación, que envuelve tales episodios, pero -en el fondo- mantenemos una pizca de ilusión de que sí sean reales, aunque pudiesen no ser verdaderas sus entelequias: del griego ἐντελέχεια, fusión de enteles (“completo”), telos (“fin o propósito”) y echein (“tener”): tener el fin en sí misma.

 

Lo cotidiano se aviene con lo estrambótico lindando con lo ficticio y lo prodigioso, que de eso se tratan las colisiones de sentido encarnadas por las imágenes, unas, habrá que insistirlo, preñadas de doble significado, son más de lo que muestran. Coincidentia oppositorum entre el infinito de dios y lo ilimitado del universo, el máximo y el mínimo formando una unidad problemática e incognoscible. El saber como conjetura formulada entre negaciones verdaderas y afirmaciones insuficientes. Abatimos el no-saber por aproximaciones sucesivas: Docta ignorantia, sostenía Nicolás de Cusa (1401-1464): “la exactitud de la verdad brilla de manera incomprensible en medio de las tinieblas de nuestra ignorancia”.

Visualidades en movimiento, en sesgo y cartabón, lo que fortalece el dinamismo de las escenas que, de nueva cuenta, da por sentado que es “normal y natural” que las propias iguanas pendan del tendedero como si requiriesen estirarse, orearse al sol y hasta “deshidratarse”, mientras se empeña la lavandera descalza en buscar ganchos para colgar la ropa en la bolsa del mandil. Y cómo calificar ese cortejo de flamencos en tropel encabezados por mujer en ropa interior, despeinada, cubierto el rostro con escafandra antigases, pero eso sí portando unas sandalias con todo y calcetines coquetamente doblados al ras del tobillo. Ambas anécdotas nos sitúan a un tris de la animación: se mueven sin empacho alguno, sacuden la rigidez del soporte queriéndolo convertir en una cinta que corre a 24 cuadros por segundo como frecuencia de imagen.

 

Máscaras de la danza del jaguar (variantes de Chiapas, Guerrero, México, Michoacán, Morelos, Oaxaca y Puebla: Tlacololero, Tlaminques, Chilolos, Tecuanis, Tejorones, Cimarrón, Lobitos o Tigre) en madera de pino o colorín con aplicaciones de púas de jabalí, dientes naturales de animales, y espejos en la cuenca de los ojos o cuero. La piel de onca-ocelótl es el firmamento lleno de estrellas. Los guerreros nahuas bajo la protección de este felino (ocelopilli) procedían de las clases subalternas (macehualtzin), mientras la nobleza (pipiltin) aspiraba a enlistarse en los caballeros (guerreros) águila (cuauhpilli). Embozo-antifaz que reitera la delectación de Mónica Álvarez Herrasti por el nahualismo y la estética indígena y/o campesina.

 

Caretas que son tapujos y mantienen la secrecía de quienes las portan, sean iniciados participantes en rituales o miembros de organizaciones delictivas; en ambos casos por delante o por detrás de sendas aves, una enmecatada y otra abrazada en compañía de un cuerno de chivo Avtomat Kalashnikova-47: un gallo galante y un zopilote (Coragyps atratus), el buitre romano (en latín vultur, “destrozador”). Los danzantes enmascarados con modelos diferentes, que en Amapola custodian a un labrador retriever enfundado en un chador iraní más que en un burka afgano, son guardias comunitarios, cuerpos rurales de seguridad.

                                         

Sin duda alguna, la iconografía de esta fabuladora de relatos oníricos en la vigilia ha venido redoblando su complejidad: como topografía de dibujo y como archipiélago conceptual. Dirán algunos que los años no pasan en balde y les asistirá la razón, pues la madurez de esta artista es palpable, lejos ha quedado el aire de divertimento para calar hondo en preocupaciones ónticas, políticas, sociales y de género. Permanece el absurdo diluido en poiesis: ese tránsito de lo inerte, el no-ser, al despertar cósmico, el ser.

 

Una mujer invisible denuncia esa su condición de no ser vista (ni oída), quizá por ello queda representada en felpa, amuñecada, silente, cargando monigotes de trapo exangües en el refajo y el rebozo, armada con rociador en ristre, enguantada y portando doble cabeza, la propia y un apósito tipo chongo, acicalada de enaguas, blusón y cofia estampadas de flores. Por otra parte, ¿cómo reaccionar frente a una invasión o una fuga muda? Misterio total, pues en verdad desconocemos, justo, si arriban o se marchan esos caracoles terrestres ominosos (Helix aspersa), moluscos gasterópodos bastante desagradables que en algunas especies son motivo de valoración gastronómica (piénsese en el Iberus gualtieranus alonensis, mejor conocido como vaqueta o serrana alrededor del Levante español, desde Cataluña hasta Murcia, cuyo hábitat está poblado por romero, tomillo y lavanda).

 

La belleza de la línea nos acompañará siempre, la artista no podría traicionar esa su verdadera naturaleza, la de predicar a través de las formas, las figuras y sus combinaciones. Mónica Álvarez Herrasti es un tlacuilo: la que escribe pintando, la que pinta escribiendo. Juega su destino en esa geografía, la de las imágenes con ideas; pensar como responsabilidad, crear como deleite consciente y reflexivo. Cumple los versos de Constantino Cavafis de “He dado en el arte” (1921): ”Sabe modelar y dar forma a la belleza / casi imperceptiblemente...”.

 

Creadora reflexiva y comprometida con su tiempo, dueña de una fantasía crítica que solaza en “lúcidos intervalos” pasando “semejantes menudencias en silencio”, como el mismísimo Alonso Quijano...

 

[1] buenos escribanos: “hombres con buena letra” que pongan en claro (saquen en limpio) lo que, en su locura, se presenta en borrador (“escrito con tachaduras”).

[2] entreverado: “entremezclado, mixto”. 

[3] El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Segunda Parte, capítulo XVIII: De lo que sucedió a don Quijote en el castillo ocasa del Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes, Madrid, Juan de la Cuesta, Véndese en casa de Francisco de Robles, librero del Rey Nuestro Señor, 1615.

 

[4] Hallazgo de 1858 por separado de dos matemáticos y topólogos germanos August Ferdinand Möbius (1790-1868) y Johann Benedict Listing (1808-1882).

Texto para un futuro catálogo2023

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